No es responsable decir que los ricos no pagan impuestos, como cierto sector de la sociedad suele afirmar. Pagan, claro que pagan. La diferencia estriba en que pueden permitirse ciertas estructuras que hacen que sus pagos sean menores aplicando la legalidad. ¿Quién suele salir peor parada? La clase media. Pero, ¿a partir de qué nivel de renta se considera clase media? La eterna discusión.
El famoso Impuesto sobre el Patrimonio, que nació de forma transitoria y no es significativo a nivel recaudatorio, suele causar estragos en quien no tiene la suerte de vivir en un lugar en el que la cuota del mismo esté bonificada al 100%. Las clases medias han pasado momentos dramáticos en épocas de crisis puesto que cada año, a 31 de diciembre, se devenga este impuesto penalizando el ahorro y agravando las situaciones de las personas con falta de liquidez. Fue y es frecuente que, a la hora de incluir en la base imponible de este impuesto el valor de los inmuebles que se poseen, sin contar con el de la vivienda habitual -que goza de una exención de hasta 300.000 euros-, el contribuyente se sintiera desprotegido al tener que incorporar el resto de sus bienes inmuebles por el mayor de los tres valores siguientes: el catastral, el de adquisición o el comprobado por la Administración en algún momento. Imaginemos que alguno de esos bienes hubiera sido adquirido en uno de los años del boom económico y tuviese un valor desorbitado en relación al valor catastral, de modo que primase el de adquisición y que fuera prácticamente imposible su venta al encontrarse en momentos de crisis a precio de saldo, si es que era posible encontrar un comprador para el mismo. Los ricos de aquel momento podían permitirse la opción de seleccionar entre la ingente oferta buscando eso que llaman “sogas de ahorcado”. El contribuyente tenía las siguientes opciones: hacer puenting sin cuerda, pedir un aplazamiento para no entrar en periodo ejecutivo o pedir un préstamo al banco –si se lo daban; en aquel momento era complicado al haber sufrido el escarmiento sobrevenido por la crisis teniendo que asumir daciones en pago-, para poder hacer frente. El Apocalipsis estaba servido si no eras de los que tenía un volumen de, aproximadamente, ocho inmuebles y un empleado a jornada completa –suprimido el requisito del local dedicado exclusivamente a la actividad- que te permitiese considerar que lo que tenías en Renta no eran rendimientos del capital inmobiliario sino actividad económica que te dirigiese a la exención en Patrimonio cumpliendo los requisitos de su artículo 4. Todos sabemos que para hacer cuatro recibos de alquiler de inmuebles no se necesita un empleado. Pero eso no es todo, pensemos en aquella persona que heredaba inmuebles a los precios de mercado que establecía la Comunidad Autónoma de turno y por ello entraba en la obligación de cumplir con el Impuesto sobre el Patrimonio –al superar 700.000 euros el valor de sus bienes y derechos, que no es tan complicado- teniendo unos ingresos del trabajo moderados y sin que nadie le alquilase un solo bien de los que tenía. Todos los años tenía que incluir esos bienes a los valores reflejados en la escritura de partición de herencia. Y vuelta a lo mismo: nadie se los compraba a un precio razonable y, tal vez, no hubiera tenido la suerte de estar en esos sitios donde se paga un importe casi testimonial por heredar –mal que les pese a los contrarios a Thiers y demás pensadores-. Si sus padres no eran de los que habían podido tener esos inmuebles bajo una actividad económica –ese sector que queda al margen de los auténticos ricos-, este contribuyente estaba en una situación de apuro, atacado por dos flancos, por el Impuesto sobre Sucesiones y por el Impuesto sobre el Patrimonio. Para evitar la confiscatoriedad de este último, se estableció –a modo de excusa de mal pagador- un límite de cuota íntegra y cuota mínima en su artículo 31, que no evita año tras año, que se repita el “latrocinio”.
A. Valois.