sábado, 4 de enero de 2020

Que paguen los ricos



No es responsable decir que los ricos no pagan impuestos, como cierto sector de la sociedad suele afirmar. Pagan, claro que pagan. La diferencia estriba en que pueden permitirse ciertas estructuras que hacen que sus pagos sean menores aplicando la legalidad. ¿Quién suele salir peor parada? La clase media. Pero, ¿a partir de qué nivel de renta se considera clase media? La eterna discusión.

El famoso Impuesto sobre el Patrimonio, que nació de forma transitoria y no es significativo a nivel recaudatorio, suele causar estragos en quien no tiene la suerte de vivir en un lugar en el que la cuota del mismo esté bonificada al 100%. Las clases medias han pasado momentos dramáticos en épocas de crisis puesto que cada año, a 31 de diciembre, se devenga este impuesto penalizando el ahorro y agravando las situaciones de las personas con falta de liquidez. Fue y es frecuente que, a la hora de incluir en la base imponible de este impuesto el valor de los inmuebles que se poseen, sin contar con el de la vivienda habitual -que goza de una exención de hasta 300.000 euros-, el contribuyente se sintiera desprotegido al tener que incorporar el resto de sus bienes inmuebles por el mayor de los tres valores siguientes: el catastral, el de adquisición o el comprobado por la Administración en algún momento. Imaginemos que alguno de esos bienes hubiera sido adquirido en uno de los años del boom económico y tuviese un valor desorbitado en relación al valor catastral, de modo que primase el de adquisición y que fuera prácticamente imposible su venta al encontrarse en momentos de crisis a precio de saldo, si es que era posible encontrar un comprador para el mismo. Los ricos de aquel momento podían permitirse la opción de seleccionar entre la ingente oferta buscando eso que llaman “sogas de ahorcado”. El contribuyente tenía las siguientes opciones: hacer puenting sin cuerda, pedir un aplazamiento para no entrar en periodo ejecutivo o pedir un préstamo al banco –si se lo daban; en aquel momento era complicado al haber sufrido el escarmiento sobrevenido por la crisis teniendo que asumir daciones en pago-, para poder hacer frente. El Apocalipsis estaba servido si no eras de los que tenía un volumen de, aproximadamente, ocho inmuebles y un empleado a jornada completa –suprimido el requisito del local dedicado exclusivamente a la actividad- que te permitiese considerar que lo que tenías en Renta no eran rendimientos del capital inmobiliario sino actividad económica que te dirigiese a la exención en Patrimonio cumpliendo los requisitos de su artículo 4. Todos sabemos que para hacer cuatro recibos de alquiler de inmuebles no se necesita un empleado. Pero eso no es todo, pensemos en aquella persona que heredaba inmuebles a los precios de mercado que establecía la Comunidad Autónoma de turno y por ello entraba en la obligación de cumplir con el Impuesto sobre el Patrimonio –al superar 700.000 euros el valor de sus bienes y derechos, que no es tan complicado-  teniendo unos ingresos del trabajo moderados y sin que nadie le alquilase un solo bien de los que tenía. Todos los años tenía que incluir esos bienes a los valores reflejados en la escritura de partición de herencia. Y vuelta a lo mismo: nadie se los compraba a un precio razonable y, tal vez, no hubiera tenido la suerte de estar en esos sitios donde se paga un importe casi testimonial por heredar –mal que les pese a los contrarios a Thiers y demás pensadores-. Si sus padres no eran de los que habían podido tener esos inmuebles bajo una actividad económica –ese sector que queda al margen de los auténticos ricos-, este contribuyente estaba en una situación de apuro, atacado por dos flancos, por el Impuesto sobre Sucesiones y por el Impuesto sobre el Patrimonio. Para evitar la confiscatoriedad de este último, se estableció –a modo de excusa de mal pagador- un límite de cuota íntegra y cuota mínima en su artículo 31, que no evita año tras año, que se repita el “latrocinio”. 

A. Valois.

domingo, 15 de diciembre de 2019

“Capricho árabe”

“Capricho árabe” del compositor Francisco Tárrega, es una melodía que escucharía una y otra vez, con el corazón anclado al siglo XIX pero encadenado al siglo X, deslizando los ojos -de forma lenta, con extrema delicadeza interior- por los poemas de Ibn Hazm de manera pesadísima, insistente, como quiere el enamorado que se le repita una y otra vez que se le ama, que decía Ortega y Gasset en “Estudios sobre el amor”. Una cosa me llevó a la otra;  esta última obra, a aquella principal, intentando comprender lo asintótico del amor -que decía un amigo-. Y llegué, “en un eterno retorno” a través de los libros, como el pensamiento que nunca descansa hasta encontrar la solución a un problema, “del amor al amor”, que estaba como un tesoro secretamente escondido, contenido, atado y emocionante en la obra “El collar de la paloma”, traducida por Emilio García Gómez en el siglo XX. Un amor que, según Ortega en el prólogo, no se puede entender tal y como hoy lo sentimos, ya que aquel gozaba de la influencia del platonismo -un amor no siempre de hombre a mujer-, para estar, a finales del siglo XI , bajo la influencia del amor cortés -de hombre a mujer, a la que se coloca en un pedestal-: “no es algo que se acaricia y que se goza, sino algo de que se está dolorosamente separado y que se echa de menos (...). El amor se presenta como delicioso dolor, como venturosa herida”. (Prólogo de José Ortega y Gasset en El collar de la Paloma). Recuerda, tal vez, a Mariana Alcoforado. 

Ibn Hazm, posiblemente de origen muladí e involucrado en la política de su tiempo, fue un hombre que luchó con intensidad a lo largo de toda su vida por aquello en lo que creyó, hasta el punto de escribir estos versos: “aunque queméis el papel, no podréis quemar lo que encierra, porque lo llevo en mi pecho...”. Y así relató, entre otras cosas, la esencia del amor, sus señales, el trato, la correspondencia, el secreto, la ruptura, etc. 

“Te amo con un amor inalterable,
Mientras tantos amores no son más que espejismos.
Te consagro un amor puro y sin mácula:
en mis entrañas está visiblemente grabado y escrito tu cariño.
Si en mi espíritu hubiese otra cosa que tú, 
la arrancaría y desgarraría con mis propias manos.
No quiero de ti otra cosa que amor; 
fuera de él no te pido nada.
Si lo consigo, la Tierra entera y la Humanidad
serán para mí como notas de polvo y los habitantes del país, insectos.” (Ibn Hazm)

Con tan bellos antecedentes y después del paso de los siglos, nos corresponde proteger el amor para que sea no solo educado sino responsable, lejos de los tópicos ideológicos vinculados al interés político que confunden a nuestros jóvenes, necesitados de un sentido de pertenencia al notar un vacío propio de la velocidad de nuestro tiempo, con un espíritu huérfano de “asiento” por la multiplicidad de estímulos que aturden en un mundo globalizado, un narcisismo fomentado por las redes sociales, una especialización y una individualidad mal entendida, obligándoles de forma velada a adscribirse a una ideología en lugar de hacerlo a su propio corazón,  puesto que, entre el delirio de unos, la incorrección política de otros -no mucho más tranquilizadora-, la laxitud del compromiso que nos hace proclives a un amor de quita y pon, rebajando las expectativas al volvernos indulgentes con nosotros mismos pero crueles con los demás, el amor se ha tornado líquido y el sacrosanto campo de la intimidad se ha banalizado. Decía Zygmunt Bauman lo siguiente: 

“Las íntimas conexiones del sexo con el amor, la seguridad, la permanencia, la inmortalidad gracias a la continuación del linaje, no eran al fin y al cabo tan inútiles y restrictivas como se creía, se sentía y se alegaba. Esas viejas y supuestamente anticuadas compañeras del sexo eran quizás sus apoyos necesarios”.

A. Valois. 

lunes, 25 de marzo de 2019

El delirio convertido en negocio

Hace un mes dudé, como persona centrada en mi trabajo, si exponer mi opinión en Twitter, tenía mucho sentido. Si ese tiempo que destinaba a esa red, ese pecado venial con seudónimo, ese cansancio de llevar múltiples tareas a lo largo del día sin tiempo para mirar, tal vez al techo una hora, a modo de higiene mental después de mi jornada laboral, era “predicar en el desierto” y un coste de oportunidad en lo que a concentración se refiere en la medida en la que carezco de respaldo alguno en muchos sentidos. Yo, que no vendo nada. Es de sentido común tener interiorizado que por escribir en las redes no se hace una revolución –afortunadamente- ni se participa, por mucho que algunos insistan interesadamente. Una revolución se hace con actos y no con palabras. Y una revolución responsable se hace en el día a día, cuidando y preocupándote por lo que está al alcance de tu mano y por quien, cercano a ti, te necesita. Porque estamos en el siglo XXI. Supongo que, en estas palabras, concentro parte de mis tuits.

Recuerdo con cariño el instituto –colegio franciscano en mi caso-, cuando una amiga y yo nos racionábamos las conversaciones con aquellos teléfonos rojos como estímulo para el estudio. Éramos responsables y conscientes de que esas conversaciones eran solo un alivio, como la mirada perdida al techo. Hablábamos de lo divino y lo humano, incluso contábamos el famoso “chiste de la vaca” de don Gregorio; aquel del que solo existía el título. Estos últimos años he visto a personas muy enganchadas al calor de las redes, al halago fácil, dejando de hacer cosas importantes y tan reales como la propia vida, soñando alcanzar grandes ganancias o salir ilusoriamente de un cúmulo de frustraciones mal reconducidas, como si de la bolsa de valores se tratara, en este campo de minas tan volátil como ingrato a la larga; en la búsqueda de un milagro mientras el tiempo se les escapaba entre los dedos. También he visto personas generosas, altruistas, buenas, equilibradas –los menos en esta última etapa en la que la política, esta nueva y enloquecida forma de hacer política, es lo dominante-. Y trabajadores de la comunicación, para los que las redes se han convertido en su medio de vida, sin ánimo de reprender más que el contenido y los fines en algunas ocasiones. Pero también advertí el extendido error de pensar que ser políticamente incorrecto era algo novedoso después de tantos años y tanta gente con ese eslogan en su perfil; como también observé cómo muchos confundían ser políticamente incorrecto con ser maleducado. A veces, la línea entre ser sincero de acuerdo con nuestras convicciones y grosero es muy delgada. Y, francamente, los excesos de unos no se pueden considerar corrección política, como tampoco motivo suficiente para faltar al respeto. ¿Tienen importancia suficiente para ser tildados de aquella tiranía de la mayoría a la que se refería Tocqueville? En otro tiempo, algunas ideas delirantes y no constitutivas de delito, se silenciaban por su poca trascendencia porque no tenían entidad suficiente para ser combatidas de otro modo. De las otras, se encargaba la justicia, sin necesidad de colgar del palo mayor a nadie. Pero ahora el delirio es un negocio; y el morbo, un “nicho de mercado”. Con el permiso y la piedad de Sabina, esta admiradora va a “fusilar” otra de sus frases: “y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”.

A. Valois.

miércoles, 20 de febrero de 2019

“Arrojados a la existencia”



“Conmigo no contaba el porvenir, de ti no se acordaba el verbo amar”, dice Sabina en una canción esperanzadora para todo aquel que, consciente de sí, decide hacer un ejercicio de humildad y aprovechar los pequeños golpes de suerte de la vida. Qué grande es ser deseado por uno y no por muchos. Esa intimidad, ese hablar bajito entre dos. Qué bonita esta canción ahora que nos hemos acostumbrado a “hablar fuerte, que vamos de “uno más uno”, que queremos ser escuchados individualmente aunque digamos lo mismo que muchos; ahora que todos hemos sido alguna vez parte de aquella masa de Ortega y Gasset en las redes olvidando lo reconfortante de partir lentamente desde abajo, como hace la canción, hasta sentir la explosión de aquel magnífico estribillo: “porque quiso el cielo acariciar el suelo con su gota a gota”; y coincidir con quien compartir una reflexión mediante un profundo diálogo racional y libre de frases hechas.

Tener un perfil bajo hoy, en el mundo de la inmediatez, es una maravilla: te permite leer, pensar, comparar, analizar y estudiar para la toma decisiones en la vida realtodo ello sin presión, sin estrés, sin expectación; te permite tener un juicio crítico sin temor a cometer una equivocación más propia del pensamiento falto de meditación, superar esa existencia “sine nobilitate” que se parece mucho a la existencia común y decadente a la que aludía Heidegger cuando exhortaba a superar el “Man”. ¿Qué son las redes, a veces, sino la euforia del alcohol?

Hace tiempo que insisto en la necesidad de una “jerarquía en el conocimiento” entre tanta opinión –incluida la mía- que aturdeSi bien es cierto, la expresión no suena a música celestial porque puede inducir a la creencia de que es una idea elitista, pero siempre hay un pensador para un apuro. En este caso, el pensamiento de Gadameres perfecto para matizar que el sustrato de la autoridad debe estar en el conocimiento, en la razón, de forma que no sea arbitraria sino, por el contrario, la consecuencia de un esfuerzo ganado; una autoridad que se reconoce de forma natural por parte de los demás, en un ejercicio de éstos de humildad, de prudencia, de introspección acerca de los límites de la incompetencia. Ese ejercicio nos suele llevar al esfuerzo, al cultivo propio, a poder escapar de los lugares comunes, de la oscuridad que precede a las tempestades” –que no es, ni más ni menos, que una de las acepciones que la RAE ofrece para la palabra “cerrazón”-, de los prejuicios. Y, por extraño que parezca, nos acerca a los demás porque dudamos. Y la duda nos hace humanos a la par que libres. Quiero ser optimista aunque, el mencionado anteriormente Ortega y Gasset, decía que “las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas”.

El día que España valore más el trabajo que la “fama líquida”, porque es lo que nos facilita realmente la vida en toda sociedad, despertaremos. Hoy por hoy: 

“Los mismos alfileres de vudú, el mismo cuento que termina mal” (Joaquín Sabina).

A. Valois.

miércoles, 31 de octubre de 2018

De la España rural a la globalización


Los de mi generación venimos de una maravillosa España cuasi rural, recogida y sin pretensiones, de una España amable y generosa en la que cada uno conocía instintivamente los “límites de la incompetencia” y sabía admirar el talento abriendo paso al mismo, estableciéndose una jerarquía natural cuyo sustrato era el respeto al conocimiento. Aquella del olor a leña en invierno, huesos de santo, mantecados y torrijas. La España que escuchaba antes de hablar y, por supuesto, ofender. La España humilde, la que se respetaba a sí misma; la que se esforzaba en superarse y tenía metas tanto individuales como conjuntas que iba intentando alcanzar, cada uno con su cadencia, con el “sustento espiritual” de las “pequeñas ilusiones inmediatas” -como las denominaba una señora a la que tuve la fortuna de conocer en un tren-  que, económicamente, encontraba a su alcance. Formábamos parte de un Estado laico pero conservábamos las costumbres de nuestros abuelos, que eran -en su mayoría- católicos. La costumbre nos daba orden, equilibrio y serenidad. La familia, los vecinos y los amigos eran nuestro centro de gravedad. Charlábamos, nos abrazábamos y nos ayudábamos gratis porque el trato directo nos humanizaba. Amábamos en directo y discutíamos en directo. Había verdad en todo aquello.

Ese maravilloso lugar comenzó a transformarse a gran velocidad para abrirnos un universo de posibilidades deslumbrantes, cegadoras. El precio del transporte se hizo más asequible, la información también, la educación ya lo era; accedimos, desde ese momento, a bienes fabricados en cualquier parte del mundo.

Comenzamos a ver que podíamos expresar cualquier pensamiento a través de aparatos, y alcanzar cualquier parte de la tierra, a tiempo real, dentro de aquello que llamaban redes sociales; y que nos contestaban varias personas desconocidas, a veces, decenas. Era como lanzar señales de vida al espacio y descubrir que nos escuchaban en otro planeta. Una auténtica explosión de júbilo. Podíamos incluso, si queríamos, fingir todo aquello que nos gustaría ser, y hacer de nosotros mismos personas tan perfectas como imaginarias, moral y vitalmente, simular todo aquello que nos hubiera costado años culminar o que nunca hubiéramos logrado. Dejó de servirnos el olor a leña, la tierra, la quietud y el pueblo, porque, de ser una persona importante para veinte, podíamos serlo para mil durante un día o unos minutos, en nuestro mundo ficticio y sin demasiado esfuerzo. No necesitábamos ser serios, honestos con nosotros mismos, profundos o graves, ni tan siquiera cercanía; con un par de términos grandilocuentes éramos importantes; aparentábamos, nos estimaban más. No necesitábamos realidad, tan solo juego; el juego de sentirnos especiales. Nuestras necesidades vitales estaban cubiertas. Lo cierto es que seguíamos estando en una inmensidad, antes y después, y éramos las mismas personas, pero diluidas en un mayor grupo que cuando nos gustaban los mantecados, las torrijas, la solidez del trabajo bien hecho, la verdad y la cercanía física de los amigos. Cuando el humo salía de la chimenea. De modo que, algunos, para alcanzar la gloria tras la frustración del anonimato y de su propia vida, necesitaban realizar actos cuya repercusión fuera mayor que la de costumbre, con la excusa de estar haciendo un bien a la sociedad, de reivindicar. ¿El qué? Cualquier cosa; hasta su propio “derecho” a que le hicieran caso; a expresar, en un acto impulsivo, su tristeza enmascarada. Ver esta España de redes sociales me recordó al viaje a EEUU, en el que entendí su férrea organización. Y, sin necesidad de pensar en Tocqueville y su "Democracia en América", comprendí que al diluirse nuestro protagonismo en la sociedad y quedar aislados tras una pantalla, perdemos la perspectiva de quiénes somos y cuál es nuestro sitio. “La gloria no rejuvenece sino nuestro nombre” (Chateaubriand).

A. Valois.

jueves, 30 de agosto de 2018

Ruido

Hace días que pienso en la importancia de las palabras que Locke llamara “nombres de modos mixtos”. Dentro de ellos encontramos términos de contenido moral, cuyo significado es incierto por dos motivos: porque no existen modelos en la naturaleza que faciliten su comprensión y porque la idea que suscitan en quien escucha puede o no tener correspondencia con la idea que pretende trasladar quien habla. Cuando el significado no coincide, dice Locke que “las personas se llenan la cabeza de ruido y sonidos, sin transmitir sus pensamientos, ni exponer uno a otro sus ideas, que es la finalidad de la conversación y del lenguaje”.

A menudo se introducen en el discurso político términos oscuros a la par que intencionados de manera que la intrínseca ambigüedad de éstos hace difícil alcanzar la verdad ante la imposibilidad del entendimiento mutuo en una sociedad, ya que cada persona, de acuerdo a su criterio, recuerdos y experiencia vital, asociará una serie de ideas a cada término. Es en ese mismo instante cuando se despoja a la política de su sentido práctico -de lo que debiera ser su utilidad real- y cuando los que se dedican a ella se olvidan de la importancia de servir –como cada cual hace en su trabajo diario de forma responsable a cambio de un precio- para retorcer sibilinamente la voluntad de los ciudadanos a su antojo hasta llegar a su propia causa individual valiéndose de las disparidades del pensamiento. Ortega y Gasset llegó a la conclusión de que “ser de la izquierda o de la derecha “era una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil”. Y añadía: “ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”. 

La honestidad en el obrar es lo que suele caracterizar a los proyectos ilusionantes, según mi percepción sobre aquello que llamaron Transición. Desde entonces hasta nuestros días, hemos creado un mundo tan complejo que nos cuesta manejarlo, pero arrojarnos unos a otros una lluvia de vaguedades terminológicas que no solucionan los pretendidos problemas subyacentes, teniendo otros mayores que nos azotan con su premura, supone la pérdida del equilibrio como sociedad que inexorablemente nos hace autoexcluirnos de los grandes proyectos ralentizando nuestro progreso.

“La ignorancia artificial y la palabrería docta han prevalecido en los últimos tiempos, por obra e interés de quienes no hallaron mejor manera de obtener autoridad y poder entretener a los hombres de negocios y a los ignorantes con palabras difíciles, o enredar a los ingeniosos y ociosos en disputas intrincadas acerca de los términos ininteligibles, y tenerlos siempre desorientados en ese laberinto infinito” (Locke)

Mientras tanto: “ruido de abogados, ruido compartido, ruido envenenado, demasiado ruido”, que diría Joaquín Sabina.


A. Valois.

lunes, 27 de agosto de 2018

La importancia de la impronta

El silencio es valioso, nos permite ser templados y capaces de distinguir entre lo principal, lo accesorio y lo prescindible. No se puede mantener, ni física ni psicológicamente, una vida “eléctrica” de constantes impulsos a consecuencia del ruido externo y de nuestro romanticismo sin templar que, en ocasiones, tan solo contribuye a incrementar el mismo ruido –externo- llevándonos a lo superfluo, con una alta probabilidad de errar en nuestros actos y con nuestras palabras por un segundo de pretendida gloria ilusoria que, para los demás, pasa inadvertida. Son muchos los autores que insisten, desde el cardenal Robert Sarah, cuya simple lectura de su obra “La fuerza del silencio” supone un remanso de paz, hasta otros (Bauman, Esquirol, Javier Gomá, Byung-Chul Han, etc.) muy célebres actualmente cuyo análisis conjunto ofrece una visión esclarecedora de este fenómeno que se cierne sobre nosotros con una mayor intensidad desde hace aproximadamente una década.

Una de las formas de procrear para Platón resultaba a través de las ideas, dando forma así a nuestra herencia para con los que vienen tras de nosotros. La impronta es la “reproducción de imágenes en hueco o de relieve, en cualquier materia dúctil como papel humedecido, cera, lacre, escayola, etc.” -según la RAE en una de sus acepciones-. Esta maravillosa definición nos acerca a la belleza de contribuir a la mejora de la sociedad de manera que unos tengan la posibilidad, como generación anterior, de moldear las “figuras” de las posteriores mediante ideas.

El propio Hermann Hesse luchaba en “El lobo estepario” por lograr el equilibrio en su interior: “El hombre no es de ninguna manera un ser firme y duradero, es más bien un ensayo y una transición, no es otra cosa sino el puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu”. También Descartes, en su “Discurso del método”, nos advierte que “las almas más grandes son capaces tanto de las más grandes virtudes como de los mayores vicios”. A través de estos dos pensamientos nos hacemos conscientes de la dificultad para mantener el equilibrio interno de manera que podamos sumar sabiéndonos adaptar a los cambios de forma racional, lo que supone un esfuerzo épico en esta sociedad del ruido, si no queremos perder lo que es verdaderamente nuestro, la vida, que aglutina el tiempo que nos pertenece. De ahí que sea capital la dignidad, el decoro que nos hace resistir a nuestros impulsos para evitar hacernos daño cuando somos pertinaces en lo estéril. Las redes nos sumergen en una tempestad de información desordenada y repetitiva que nos arrastra, en ocasiones, a pronunciarnos de forma impulsiva haciendo juicios erróneos que adolecen de falta de reflexión siendo víctimas de sondeos, entre otras cosas, para los fines más variopintos. Descartes viajó primero para sumirse en el silencio después y poder ordenar sus pensamientos: “Pero cuando pasé muchos años aprendiendo en el libro del mundo e intentando obtener alguna experiencia, un día decidí aprender en mí mismo también”. Del mismo modo, Baltasar Gracián, decía lo siguiente: “No se puede ser tan de los otros que uno no sea de sí mismo (…). La demasía es vicio, y mucho más en el trato. Con esta moderación prudente se conserva mejor la estima y el agrado de todos, porque no se desgasta la preciosísima dignidad”.

Para no perder tiempo en lo prescindible, es necesario alejarse del ruido, tratándonos a nosotros mismos con extraordinaria delicadeza de modo que hagamos nuestra impronta tan digna que sea de utilidad a tantos como queden en el mundo cuando nosotros tengamos que partir. Lo contrario es vacuidad; aturde.

A. Valois.