George Steiner, en una de sus “Diez razones para la tristeza del pensamiento”, nos recuerda que, “el núcleo inaccesible de nuestra singularidad, las posesiones más íntimas, privadas e impenetrables, es también un lugar común mil millones de veces”, como también lo hiciera Saavedra Fajardo en su “Idea de un príncipe político cristiano” mediante una de esas frases geniales -de la que abuso- que se recuerdan siglos después: "felices los ingenios pasados que hurtaron a los futuros la gloria de lo que habían de inventar". Mas el primero añade: “aunque expresados, manifiesta o tácitamente, en diferentes formas léxicas, gramaticales y semánticas, nuestros pensamientos son, en una media abrumadora, un universal humano, una propiedad común. Han sido pensados, están siendo pensados, serán pensados millones y millones de veces por otros”. Misteriosamente, este hecho no cercena el ansia creativa de la sociedad actual, olvidando lo complejo que resulta ser, a estas alturas, original, no repetitivo o, incluso, no ser banal para los demás.
Afortunadamente, hoy no existe más censura, en un acto de fervor hacia nuestro propio pensamiento, que la que nuestro recato imponga a nuestra vanidad; pero si gana esta última, en una espiral de romanticismo salvaje, estaremos corriendo el riesgo de que nuestra obra “impuesta” al mercado, lejos de ser excepcional, sea otro producto más de la “modernidad líquida” -tan bien definida por Bauman- que nadie recuerde ni tan siquiera en un futuro cercano, para mayor escarnio del alma en las horas postreras, ante el volumen desproporcionado de intentos por sobresalir en un tiempo en el que nos abruma una cantidad de información superior a la que somos capaces de asimilar y en la que “la medianía sin relieve”, a la que alude Javier Gomá en su obra, no asume su papel de “vulgaridad excelente” tan necesaria no solo para que la sociedad funcione, sino para su higiene mental, buscando la fama en detrimento de la genialidad; lo efímero en sacrificio de lo duradero; lo líquido frente a lo sólido, que necesita de un periodo de maduración superior y de “un entorno en el que sea posible una atención profunda”, como Byung-Chul Han, nos dice en su libro “La sociedad del cansancio” en el que describe al hombre agotado de la “vita activa” del que hablase Hannah Arendt, pero no como “animal laborans” que renuncia a su individualidad, sino como hombre hiperactivo que se exige más allá de sus límites en una “sociedad del rendimiento” totalmente opuesta a la antigua sociedad disciplinaria; la del “yes we can”. El hombre postmoderno se distinguirá, según el coreano, por “una atención dispersa”, por “un acelerado cambio de foco entre diferentes tareas, fuentes de información y procesos” y “dada, además, su escasa tolerancia al hastío, tampoco admite aquel aburrimiento profundo que sería de cierta importancia para cualquier proceso creativo”.
Estaremos ante un hombre que habita en el desconcierto permanente, que hace un esfuerzo épico por gestionar todos aquellos estímulos que atenazan -por la violencia de su volumen- sus sentidos y su capacidad, no solo intelectual sino de respuesta coherente y sosegada, optando, finalmente, por perder la gravedad abandonándose a lo líquido, que tan solo necesita de “golpe de efecto” dependiente de la suerte –tan escasa a lo largo de la vida- y sin sustrato alguno, prefiriendo el baño de masas instantáneo para solaz de su ego a realizar a través de sus actos un servicio a su comunidad, discreto o no, pero madurado. Caeremos ante el "sentimentalismo tóxico" de Theodore Dalrymple, que "permite a los gobiernos hacer concesiones al público en vez de afrontar los problemas de una manera racional aunque impopular o controvertida". Demasiados altavoces mediáticos, demasiadas redes sociales, demasiados impulsos y poco tiempo para asimilar contenidos y modular el alma. Seremos vulnerables política y sentimentalmente, como ya lo somos en lo material, salvo que nos detengamos para intentar mirar como espectadores de vez en cuando; salvo que nos cuidemos y cultivemos para ser lo que Ortega y Gasset llamase: “almas egregiamente disciplinadas” porque, como aquel anuncio de neumáticos, “la potencia sin control no sirve de nada”. Salgamos de la caverna.
En un acto de generosidad, Byung-Chul Han, acude a Nietzsche para aconsejarnos recogiendo algunas perlas como: “acostumbrar al ojo a mirar con calma y con paciencia, a dejar que las cosas se acerquen al ojo”; o “no responder inmediatamente a un impulso, sino a controlar los instintos que inhiben y ponen término a las cosas” porque “la vileza y la infamia consisten en la incapacidad de oponer resistencia a un impulso”.
Disculpen si les abrumo con otro post; sepan que no pretendo ser una “rock and roll star”, como canta Loquillo, ni pretendo ser alguien “con un toque especial”, como dice la letra de su canción. Steiner me catalogaría dentro de ese grupo que hace la crítica de la crítica, pero considero que toda llamada de atención a esta circunstancia en la que nos vemos envueltos, es poca. En mi descargo he de decir que les profeso un profundo respeto.
A. Valois.