lunes, 25 de marzo de 2019

El delirio convertido en negocio

Hace un mes dudé, como persona centrada en mi trabajo, si exponer mi opinión en Twitter, tenía mucho sentido. Si ese tiempo que destinaba a esa red, ese pecado venial con seudónimo, ese cansancio de llevar múltiples tareas a lo largo del día sin tiempo para mirar, tal vez al techo una hora, a modo de higiene mental después de mi jornada laboral, era “predicar en el desierto” y un coste de oportunidad en lo que a concentración se refiere en la medida en la que carezco de respaldo alguno en muchos sentidos. Yo, que no vendo nada. Es de sentido común tener interiorizado que por escribir en las redes no se hace una revolución –afortunadamente- ni se participa, por mucho que algunos insistan interesadamente. Una revolución se hace con actos y no con palabras. Y una revolución responsable se hace en el día a día, cuidando y preocupándote por lo que está al alcance de tu mano y por quien, cercano a ti, te necesita. Porque estamos en el siglo XXI. Supongo que, en estas palabras, concentro parte de mis tuits.

Recuerdo con cariño el instituto –colegio franciscano en mi caso-, cuando una amiga y yo nos racionábamos las conversaciones con aquellos teléfonos rojos como estímulo para el estudio. Éramos responsables y conscientes de que esas conversaciones eran solo un alivio, como la mirada perdida al techo. Hablábamos de lo divino y lo humano, incluso contábamos el famoso “chiste de la vaca” de don Gregorio; aquel del que solo existía el título. Estos últimos años he visto a personas muy enganchadas al calor de las redes, al halago fácil, dejando de hacer cosas importantes y tan reales como la propia vida, soñando alcanzar grandes ganancias o salir ilusoriamente de un cúmulo de frustraciones mal reconducidas, como si de la bolsa de valores se tratara, en este campo de minas tan volátil como ingrato a la larga; en la búsqueda de un milagro mientras el tiempo se les escapaba entre los dedos. También he visto personas generosas, altruistas, buenas, equilibradas –los menos en esta última etapa en la que la política, esta nueva y enloquecida forma de hacer política, es lo dominante-. Y trabajadores de la comunicación, para los que las redes se han convertido en su medio de vida, sin ánimo de reprender más que el contenido y los fines en algunas ocasiones. Pero también advertí el extendido error de pensar que ser políticamente incorrecto era algo novedoso después de tantos años y tanta gente con ese eslogan en su perfil; como también observé cómo muchos confundían ser políticamente incorrecto con ser maleducado. A veces, la línea entre ser sincero de acuerdo con nuestras convicciones y grosero es muy delgada. Y, francamente, los excesos de unos no se pueden considerar corrección política, como tampoco motivo suficiente para faltar al respeto. ¿Tienen importancia suficiente para ser tildados de aquella tiranía de la mayoría a la que se refería Tocqueville? En otro tiempo, algunas ideas delirantes y no constitutivas de delito, se silenciaban por su poca trascendencia porque no tenían entidad suficiente para ser combatidas de otro modo. De las otras, se encargaba la justicia, sin necesidad de colgar del palo mayor a nadie. Pero ahora el delirio es un negocio; y el morbo, un “nicho de mercado”. Con el permiso y la piedad de Sabina, esta admiradora va a “fusilar” otra de sus frases: “y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”.

A. Valois.

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