miércoles, 31 de octubre de 2018

De la España rural a la globalización


Los de mi generación venimos de una maravillosa España cuasi rural, recogida y sin pretensiones, de una España amable y generosa en la que cada uno conocía instintivamente los “límites de la incompetencia” y sabía admirar el talento abriendo paso al mismo, estableciéndose una jerarquía natural cuyo sustrato era el respeto al conocimiento. Aquella del olor a leña en invierno, huesos de santo, mantecados y torrijas. La España que escuchaba antes de hablar y, por supuesto, ofender. La España humilde, la que se respetaba a sí misma; la que se esforzaba en superarse y tenía metas tanto individuales como conjuntas que iba intentando alcanzar, cada uno con su cadencia, con el “sustento espiritual” de las “pequeñas ilusiones inmediatas” -como las denominaba una señora a la que tuve la fortuna de conocer en un tren-  que, económicamente, encontraba a su alcance. Formábamos parte de un Estado laico pero conservábamos las costumbres de nuestros abuelos, que eran -en su mayoría- católicos. La costumbre nos daba orden, equilibrio y serenidad. La familia, los vecinos y los amigos eran nuestro centro de gravedad. Charlábamos, nos abrazábamos y nos ayudábamos gratis porque el trato directo nos humanizaba. Amábamos en directo y discutíamos en directo. Había verdad en todo aquello.

Ese maravilloso lugar comenzó a transformarse a gran velocidad para abrirnos un universo de posibilidades deslumbrantes, cegadoras. El precio del transporte se hizo más asequible, la información también, la educación ya lo era; accedimos, desde ese momento, a bienes fabricados en cualquier parte del mundo.

Comenzamos a ver que podíamos expresar cualquier pensamiento a través de aparatos, y alcanzar cualquier parte de la tierra, a tiempo real, dentro de aquello que llamaban redes sociales; y que nos contestaban varias personas desconocidas, a veces, decenas. Era como lanzar señales de vida al espacio y descubrir que nos escuchaban en otro planeta. Una auténtica explosión de júbilo. Podíamos incluso, si queríamos, fingir todo aquello que nos gustaría ser, y hacer de nosotros mismos personas tan perfectas como imaginarias, moral y vitalmente, simular todo aquello que nos hubiera costado años culminar o que nunca hubiéramos logrado. Dejó de servirnos el olor a leña, la tierra, la quietud y el pueblo, porque, de ser una persona importante para veinte, podíamos serlo para mil durante un día o unos minutos, en nuestro mundo ficticio y sin demasiado esfuerzo. No necesitábamos ser serios, honestos con nosotros mismos, profundos o graves, ni tan siquiera cercanía; con un par de términos grandilocuentes éramos importantes; aparentábamos, nos estimaban más. No necesitábamos realidad, tan solo juego; el juego de sentirnos especiales. Nuestras necesidades vitales estaban cubiertas. Lo cierto es que seguíamos estando en una inmensidad, antes y después, y éramos las mismas personas, pero diluidas en un mayor grupo que cuando nos gustaban los mantecados, las torrijas, la solidez del trabajo bien hecho, la verdad y la cercanía física de los amigos. Cuando el humo salía de la chimenea. De modo que, algunos, para alcanzar la gloria tras la frustración del anonimato y de su propia vida, necesitaban realizar actos cuya repercusión fuera mayor que la de costumbre, con la excusa de estar haciendo un bien a la sociedad, de reivindicar. ¿El qué? Cualquier cosa; hasta su propio “derecho” a que le hicieran caso; a expresar, en un acto impulsivo, su tristeza enmascarada. Ver esta España de redes sociales me recordó al viaje a EEUU, en el que entendí su férrea organización. Y, sin necesidad de pensar en Tocqueville y su "Democracia en América", comprendí que al diluirse nuestro protagonismo en la sociedad y quedar aislados tras una pantalla, perdemos la perspectiva de quiénes somos y cuál es nuestro sitio. “La gloria no rejuvenece sino nuestro nombre” (Chateaubriand).

A. Valois.

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