El silencio es valioso, nos permite ser templados y capaces de distinguir
entre lo principal, lo accesorio y lo prescindible. No se puede mantener, ni
física ni psicológicamente, una vida “eléctrica” de constantes impulsos a
consecuencia del ruido externo y de nuestro romanticismo sin templar que, en
ocasiones, tan solo contribuye a incrementar el mismo ruido –externo-
llevándonos a lo superfluo, con una alta probabilidad de errar en nuestros
actos y con nuestras palabras por un segundo de pretendida gloria ilusoria que,
para los demás, pasa inadvertida. Son muchos los autores que insisten, desde el
cardenal Robert Sarah, cuya simple lectura de su obra “La fuerza del silencio”
supone un remanso de paz, hasta otros (Bauman, Esquirol, Javier Gomá,
Byung-Chul Han, etc.) muy célebres actualmente cuyo análisis conjunto ofrece
una visión esclarecedora de este fenómeno que se cierne sobre nosotros con una
mayor intensidad desde hace aproximadamente una década.
Una de las formas de procrear para Platón resultaba a través de las ideas,
dando forma así a nuestra herencia para con los que vienen tras de nosotros. La
impronta es la “reproducción de imágenes en hueco o de relieve, en cualquier
materia dúctil como papel humedecido, cera, lacre, escayola, etc.” -según la
RAE en una de sus acepciones-. Esta maravillosa definición nos acerca a la
belleza de contribuir a la mejora de la sociedad de manera que unos tengan la
posibilidad, como generación anterior, de moldear las “figuras” de las posteriores
mediante ideas.
El propio Hermann Hesse luchaba en “El lobo estepario” por lograr el
equilibrio en su interior: “El hombre no es de ninguna manera un ser firme y
duradero, es más bien un ensayo y una transición, no es otra cosa sino el
puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu”. También
Descartes, en su “Discurso del método”, nos advierte que “las almas más grandes
son capaces tanto de las más grandes virtudes como de los mayores vicios”. A
través de estos dos pensamientos nos hacemos conscientes de la dificultad para
mantener el equilibrio interno de manera que podamos sumar sabiéndonos adaptar
a los cambios de forma racional, lo que supone un esfuerzo épico en esta
sociedad del ruido, si no queremos perder lo que es verdaderamente nuestro, la
vida, que aglutina el tiempo que nos pertenece. De ahí que sea capital la
dignidad, el decoro que nos hace resistir a nuestros impulsos para evitar
hacernos daño cuando somos pertinaces en lo estéril. Las redes nos sumergen en
una tempestad de información desordenada y repetitiva que nos arrastra, en
ocasiones, a pronunciarnos de forma impulsiva haciendo juicios erróneos que
adolecen de falta de reflexión siendo víctimas de sondeos, entre otras cosas, para los
fines más variopintos. Descartes viajó primero para sumirse en el silencio
después y poder ordenar sus pensamientos: “Pero cuando pasé muchos años
aprendiendo en el libro del mundo e intentando obtener alguna experiencia, un día
decidí aprender en mí mismo también”. Del mismo modo, Baltasar Gracián, decía
lo siguiente: “No se puede ser tan de los otros que uno no sea de sí mismo (…).
La demasía es vicio, y mucho más en el trato. Con esta moderación prudente se
conserva mejor la estima y el agrado de todos, porque no se desgasta la
preciosísima dignidad”.
Para no perder tiempo en lo prescindible, es necesario alejarse del ruido,
tratándonos a nosotros mismos con extraordinaria delicadeza de modo que hagamos nuestra
impronta tan digna que sea de utilidad a tantos como queden en el mundo
cuando nosotros tengamos que partir. Lo contrario es vacuidad; aturde.
A. Valois.
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