jueves, 30 de agosto de 2018

Ruido

Hace días que pienso en la importancia de las palabras que Locke llamara “nombres de modos mixtos”. Dentro de ellos encontramos términos de contenido moral, cuyo significado es incierto por dos motivos: porque no existen modelos en la naturaleza que faciliten su comprensión y porque la idea que suscitan en quien escucha puede o no tener correspondencia con la idea que pretende trasladar quien habla. Cuando el significado no coincide, dice Locke que “las personas se llenan la cabeza de ruido y sonidos, sin transmitir sus pensamientos, ni exponer uno a otro sus ideas, que es la finalidad de la conversación y del lenguaje”.

A menudo se introducen en el discurso político términos oscuros a la par que intencionados de manera que la intrínseca ambigüedad de éstos hace difícil alcanzar la verdad ante la imposibilidad del entendimiento mutuo en una sociedad, ya que cada persona, de acuerdo a su criterio, recuerdos y experiencia vital, asociará una serie de ideas a cada término. Es en ese mismo instante cuando se despoja a la política de su sentido práctico -de lo que debiera ser su utilidad real- y cuando los que se dedican a ella se olvidan de la importancia de servir –como cada cual hace en su trabajo diario de forma responsable a cambio de un precio- para retorcer sibilinamente la voluntad de los ciudadanos a su antojo hasta llegar a su propia causa individual valiéndose de las disparidades del pensamiento. Ortega y Gasset llegó a la conclusión de que “ser de la izquierda o de la derecha “era una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil”. Y añadía: “ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”. 

La honestidad en el obrar es lo que suele caracterizar a los proyectos ilusionantes, según mi percepción sobre aquello que llamaron Transición. Desde entonces hasta nuestros días, hemos creado un mundo tan complejo que nos cuesta manejarlo, pero arrojarnos unos a otros una lluvia de vaguedades terminológicas que no solucionan los pretendidos problemas subyacentes, teniendo otros mayores que nos azotan con su premura, supone la pérdida del equilibrio como sociedad que inexorablemente nos hace autoexcluirnos de los grandes proyectos ralentizando nuestro progreso.

“La ignorancia artificial y la palabrería docta han prevalecido en los últimos tiempos, por obra e interés de quienes no hallaron mejor manera de obtener autoridad y poder entretener a los hombres de negocios y a los ignorantes con palabras difíciles, o enredar a los ingeniosos y ociosos en disputas intrincadas acerca de los términos ininteligibles, y tenerlos siempre desorientados en ese laberinto infinito” (Locke)

Mientras tanto: “ruido de abogados, ruido compartido, ruido envenenado, demasiado ruido”, que diría Joaquín Sabina.


A. Valois.

lunes, 27 de agosto de 2018

La importancia de la impronta

El silencio es valioso, nos permite ser templados y capaces de distinguir entre lo principal, lo accesorio y lo prescindible. No se puede mantener, ni física ni psicológicamente, una vida “eléctrica” de constantes impulsos a consecuencia del ruido externo y de nuestro romanticismo sin templar que, en ocasiones, tan solo contribuye a incrementar el mismo ruido –externo- llevándonos a lo superfluo, con una alta probabilidad de errar en nuestros actos y con nuestras palabras por un segundo de pretendida gloria ilusoria que, para los demás, pasa inadvertida. Son muchos los autores que insisten, desde el cardenal Robert Sarah, cuya simple lectura de su obra “La fuerza del silencio” supone un remanso de paz, hasta otros (Bauman, Esquirol, Javier Gomá, Byung-Chul Han, etc.) muy célebres actualmente cuyo análisis conjunto ofrece una visión esclarecedora de este fenómeno que se cierne sobre nosotros con una mayor intensidad desde hace aproximadamente una década.

Una de las formas de procrear para Platón resultaba a través de las ideas, dando forma así a nuestra herencia para con los que vienen tras de nosotros. La impronta es la “reproducción de imágenes en hueco o de relieve, en cualquier materia dúctil como papel humedecido, cera, lacre, escayola, etc.” -según la RAE en una de sus acepciones-. Esta maravillosa definición nos acerca a la belleza de contribuir a la mejora de la sociedad de manera que unos tengan la posibilidad, como generación anterior, de moldear las “figuras” de las posteriores mediante ideas.

El propio Hermann Hesse luchaba en “El lobo estepario” por lograr el equilibrio en su interior: “El hombre no es de ninguna manera un ser firme y duradero, es más bien un ensayo y una transición, no es otra cosa sino el puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu”. También Descartes, en su “Discurso del método”, nos advierte que “las almas más grandes son capaces tanto de las más grandes virtudes como de los mayores vicios”. A través de estos dos pensamientos nos hacemos conscientes de la dificultad para mantener el equilibrio interno de manera que podamos sumar sabiéndonos adaptar a los cambios de forma racional, lo que supone un esfuerzo épico en esta sociedad del ruido, si no queremos perder lo que es verdaderamente nuestro, la vida, que aglutina el tiempo que nos pertenece. De ahí que sea capital la dignidad, el decoro que nos hace resistir a nuestros impulsos para evitar hacernos daño cuando somos pertinaces en lo estéril. Las redes nos sumergen en una tempestad de información desordenada y repetitiva que nos arrastra, en ocasiones, a pronunciarnos de forma impulsiva haciendo juicios erróneos que adolecen de falta de reflexión siendo víctimas de sondeos, entre otras cosas, para los fines más variopintos. Descartes viajó primero para sumirse en el silencio después y poder ordenar sus pensamientos: “Pero cuando pasé muchos años aprendiendo en el libro del mundo e intentando obtener alguna experiencia, un día decidí aprender en mí mismo también”. Del mismo modo, Baltasar Gracián, decía lo siguiente: “No se puede ser tan de los otros que uno no sea de sí mismo (…). La demasía es vicio, y mucho más en el trato. Con esta moderación prudente se conserva mejor la estima y el agrado de todos, porque no se desgasta la preciosísima dignidad”.

Para no perder tiempo en lo prescindible, es necesario alejarse del ruido, tratándonos a nosotros mismos con extraordinaria delicadeza de modo que hagamos nuestra impronta tan digna que sea de utilidad a tantos como queden en el mundo cuando nosotros tengamos que partir. Lo contrario es vacuidad; aturde.

A. Valois.