lunes, 9 de diciembre de 2013

Tiempo de té y magdalenas



Cadenciosamente se acerca Navidad, un “placer delicioso” –el de las cosas sencillas- que, como aquel mecanismo de evocación de tiempos pasados, refugio y abstracción de Proust –una magdalena-, convierte “las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa”; un intenso haz de sensaciones, concentrado en pocos días.

A pesar de este cúmulo de bondades, algún hálito de snobismo a nuestro alrededor insinuará vaciarla de contenido, empañándola con el vapor contagioso de las frases hechas que algunos reparten como folletos publicitarios. “Navidad debería ser cada día del año”, dicen. No les falta razón, pero sí profundidad; porque la condición humana y el “just in time” diario no permiten tan hondo y combinado despliegue de reflexión y acción.

Proust, iba viendo disminuida su satisfacción conforme iba bebiendo un segundo, y un tercer, trago de té acompañado por una magdalena, tal vez por la acción de la ley de rendimientos marginales decrecientes, o porque descubrió que la verdad que él buscaba no se encontraba en el té, sino en él mismo; “el brebaje la despertó”. De este modo, la Navidad despierta en nosotros, aspectos que hacen que dejemos de sentirnos “mediocres, contingentes y mortales” y, en consecuencia, una ilusión que nos desvincula por unos días del celo que, habitualmente, depositamos sobre nosotros mismos; comenzamos así a pensar en los demás, desterrando al infierno esa otra afirmación de moda -no menos superficial que la anterior-, que consiste en rechazar la Navidad por el estado de alegría forzada que supone. Bendita alegría la navideña, que ablanda corazones, haciendo que la desgracia ajena –la del que fuerza un desplazamiento de su voluntad de la tristeza al optimismo-, no nos sea indiferente al resto. Así, pasamos con sigilo junto a ellos; sin que nos noten, intentando que, por un momento, se sientan afortunados; respetando su intimidad.

Y es que, el azar, no nos permite disfrutar -en la vorágine de quehaceres anuales- de nuestros seres queridos tanto como quisiéramos; pero no solemos reparar en que, “un segundo azar, el de nuestra muerte, no nos deja muchas veces que esperemos pacientemente los favores del primero”; como tampoco nos lo permite, la muerte de los demás.

Por todo ésto, esta mañana he colocado –con el mayor cuidado y delicadeza posible-, todos y cada uno de los adornos en el árbol de Navidad -¿qué importa si es o no una tradición española?- y un nacimiento; elementos, aparentemente intrascendentes, pero cuya belleza eleva el alma –hacia Dios, en el caso de los cristianos-, haciéndonos más amable la vida, apartándonos temporalmente -de la plenitud o parte- de su dureza, y recordándonos el placer de las cosas sencillas.

A.Valois.

5 comentarios:

  1. Acaso este escrito de Albiac describa mis sensaciones respecto de la Navidad, al menos en alguno de sus párrafos.
    Pese a que soy creyente y no participo de la descreencia del autor, si me identifico con él en cuanto al hecho de ser poseído, en estas fechas, de una extraña melancolía.


    NAVIDAD

    No se puede decir que 2013 haya sido un año bueno. A la vista de lo que viene, en 2014 tendremos que añorarlo
    ¿POR qué, de nuevo, esta melancolía?
    La Navidad no le concierne, se dice. Él ha blindado su vida frente a la creencia: religiosa, como de cualquier otro tipo. No es un empeño personal. Tan sólo una exigencia del oficio. La que fija Platón hacia el final del libro seis de la República: el que quiera hacer profesión de filosofía debe abandonar opiniones y creencias, para adentrarse en la selva, matemáticamente regulada, del conocimiento. Es legítimo conocer. Es legítimo creer u opinar. Amalgamar ambos, no. La cosa tiene sus incomodidades. Pero sin esa barrera, estaríamos condenados a lo peor. Schelling dará axioma a esa paradoja de la filosofía: «Es duro alejarse así de la última orilla». Nadie está obligado a hacerlo.
    No le conciernen a él, pues, estas celebraciones. Ni para mal ni para bien. Y ni siquiera, este año, le incomodan los abigarramientos ornamentales: la crisis tiene sus ventajas. Madrid parece, en las navidades de estos últimos años, Madrid. Y no el horrendo escaparate eléctrico en que se hizo norma convertirlo, cuando gastar era fácil. Ahora, al pasear por la ciudad, tan sólo el exceso de viandantes choca con su natural misantropía. Pero sonríe: a la presencia humana, a su tumulto párvulo. Y hasta se le adivina una vaga ternura. ¡Dios, qué viejo se ha ido haciendo! ¿Dónde quedó la mala uva de sus mejores años? Pero está bien que así sea, se dice. Es el modo más cortés de ir despidiéndose de un mundo al cual guarda escaso apego.
    Y, sin embargo, esta melancolía… En otros tiempos, podía atenuarla, arrojándose a la embriaguez de los consumos excesivos. Pero eso se lo llevó la recesión ya para siempre. Y los alcoholes –navideños o no– nunca le tentaron. Y comer –navideñamente o no– le ha parecido siempre una fea pervivencia animal, indigna de ser exhibida. Pasea. Mirar lo sigue entreteniendo. Así dicen que describía Pitágoras al filósofo: «El que mira». Le aturde el ruido. Pero el ruido en las calles nunca enoja. Sólo en la habitación cerrada, que Sartre describiera, lúcido, en Huis-clos. Aquí fuera, es poco más que un rodar cansino como de cantos que redondeó la erosión del tiempo. Casi bucólico, ese indefinido ronroneo: la vida.
    Sabe, así, que debe sobreponerse a este deslizamiento tedioso, al cual da abusivo nombre de melancolía. Porque detrás de su indolencia nada hay de poético. Sólo hay constancia del cíclico retorno al contable punto de partida. Y no, no es melancolía lo que esa contabilidad anuncia ahora. Es miedo. No se puede decir que 2013 haya sido un año bueno precisamente. A la vista de lo que viene, sin embargo, en 2014 no tendremos más remedio que añorarlo. El horizonte de un país troceado inquieta a un hombre escéptico, como él lo es, no por añoranzas de grandeza, a las cuales se sabe inmune. Le incomoda, porque sabe lo que vendrá con el juguete grandilocuente de las independencias: la ruina; para todos. Y eso no le hace gracia. Él –¿a cuento de qué ocultarlo?– fue siempre un epicúreo. ¿Por qué, entonces, esta melancolía?

    Gabriel Albiac - ABC, 23.12.2013

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    1. Querido "Anónimo":

      Cuando se antepone lo ornamental a lo esencial, ocurre lo que dice Albiac. Lo verdadero no son las luces, como tampoco lo son el té y las magdalenas, sino las personas; pero tal vez, son los símbolos navideños los que nos hacen -a muchos- elevar nuestro pensamiento y reflexionar; en definitiva, pensar en los demás. Es cierto que cada uno tiene sus circunstancias -respetables, por supuesto-, pero también lo es que cuando uno deja de poner el foco de su atención en su propia melancolía, centrándose en lo bueno que le rodea, encuentra un motivo para su propia sonrisa y la de los demás.

      Gracias por su bonita aportación. Ofrece una visión diferente.

      L. Valois.

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